"Yo me tenía por voyeur aficionado desde la infancia. Con bastante cautela y suma discreción. Aquellas puertas entreabiertas en las tardes de siesta veraniega, en que me asomaba a un interior en penumbra, pero agitado. La oreja pegada a la pared ante ciertos quejidos indescifrables. Las miradas intermitentes a la entrepierna de las niñas que no se tapaban lo suficiente con el vestido. Inspiración del aroma natural de Louise cuando jugábamos al marro y dejaba que la agarrara. Pequeñas aficiones. Furtivas incógnitas. Oscuras propuestas. Supongo que era lo normal en aquellos años de cosquilleo creciente y timorato en un abdomen que se conocía poco a sí mismo. Todo quedaba en curiosidad distante. Las palabras se detenían, parecía que iba a haber algo más, pero luego se precipitaban, por parte de ella o mía, para justificar el malentendido que no era. Máscaras y complicidad".
El comienzo de la novela póstuma de André-Louis Sansons Levallois parece sugerir un relato de adolescencia, uno de esos géneros que cualquier autor que se precie no sabe rehusar en algún momento de su vida. Como si los recuerdos lejanos y se supone que sobradamente superados tomaran cuerpo bien por la tentación de un retorno imposible que acucia a los hombres maduros o porque exista un viejo significado en personas o lugares que pide ser rescatado a través de la literatura. Rescatado e interpretado cuando ya se han vivido múltiples experiencias y se tiene la sensación de que en el tiempo lejano quedó mucho pendiente de ser satisfecho, acaso casi todo. Y que cada nueva etapa era un subterfugio, y no solo una realidad, para zanjar en falso los juegos de las edades tiernas.
"Fue en la estación de Cahors en mil novecientos sesenta y algo. Mi tren se demoraba. La compañía del ferrocarril no pasaba por uno de sus mejores momentos. Tiempos de modernización técnica que rebajaban los servicios. O eso decían. Iba cayendo la noche y los escasos viajeros nos entreteníamos como podíamos, bien con un libro, recorriendo arriba y abajo los andenes, o echados en los bancos. Fue entonces cuando aquella pareja de jóvenes se sentó en un banco próximo al mío. Yo, con mi periódico, empecé a observarlos, como solían hacer los espías de las películas. Bien porque la luz fuera tenue o porque el ardor del enamoramiento les vencía ellos se entregaban delicadamente, hablando con lentitud, en voz baja, más volcados en susurros que en diálogos. La visión de aquellos dos jóvenes, colocando ella las piernas encima de las de él en diagonal, me turbó. Con su mano izquierda acariciaba la nuca del muchacho. Luego, la levedad de los besos. No dejaba de ser un lugar público y procuraban compaginar discreción con ofrenda. Algo dentro de mí me decía que yo hubiera querido pasar por la misma experiencia en mi juventud. Al contemplarles realizaba la ficción de ser yo uno de los protagonistas, pero ¿cuánto tiempo antes? ¿Treinta, cuarenta años, tal vez? Pensé entonces que ser un mirón también es una forma de conocimiento de uno mismo. Acaso equívoca e incompleta, y que muchos considerarían inútil. Pero yo seguía las secuencias del intercambio de los jóvenes ofreciéndome como el invitado secreto. Muchas veces he pensado si con mis miradas furtivas no me estaría recomponiendo de los años desaprovechados".
Quien busque en la novela de Sansons Levallois un argumento libidinoso no estará acertado. No es la intención del autor remover el instinto como en un vulgar relato erótico, sino reflexionar sobre cómo han influido en nuestras vidas los momentos más íntimos de cercanía con otras personas. Y lo que ha supuesto su pérdida u olvido, en la medida en que pueden convertirse en obsesivas muchas imágenes de lo experimentado en nuestro pasado.
El voyeur imprudente aparecerá en unos días, editada por Libros de ida y vuelta, Editores.
(Imágenes de la ilustradora coreana Zipcy, Yang Se Eun)
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