6 sept 2015

Bodegón, de Maria Zvetanova




"El arte no debe estar por encima del bien y del mar. El arte nunca tiene pureza. Más bien, todo lo contrario, está compuesto por todas las mezclas, adherencias, detritos y elaboraciones anteriores que pueda imaginarse." Así comienza su libro Bodegón la analista y diletante Maria Zvetanova. Una obra demoledora y discutible, yo diría que incluso provocadora, con la que pretende bajar de los altares a la creación artística y someterla a una valoración relativista. No en vano dice: "Uno de los grandes mitos existentes en el arte es la categoría de los modelos que algunos elevan a ese olimpo de los cánones, como si no hubiera ya después nada más, como si tras el cielo solo los dioses." En el fondo, la pretensión de la crítica rusa es poner contra las cuerdas no solo a los que ensalzan a tontas y a locas cualquier creación, sino a los críticos soberbios y a los mercaderes que no regatean poner el precio por encima del sentido y la calidad del trabajo mismo.

Sin embargo, el objeto de estudio de Zvetanova es principalmente el bodegón. "Los pintores barrocos de bodegones se deleitarían con la obra de algunos artistas satíricos", comenta. "Quién sabe si esa clase de artistas no estarán haciendo a su manera pequeñas transgresiones visuales, leves concesiones al ojo tras las que tendrán todo un mundo más transgresor que su tiempo histórico no permitiría que fuera más explícito. Es probable que bastantes de aquellas obras del pasado nunca se exhibieran y que como mucho permanecieran en la cámara secreta de los palacios de los príncipes, bien fueran estos nobles o eclesiásticos."

Para Zvetanova, el bodegón es tanto la simulación de una naturaleza muerta como de una naturaleza viva, pues todo es en el arte recreación y prolongación de estados efímeros. "Las naturalezas llamadas muertas  -dice la estudiosa-  cuando son fruta, verduras, vino, pan o carne, exhiben el impudor de los cadáveres. Su vida fue ser árbol, huerta, vides, centeno, res o ave. Lo que el espectador mira con deleite y admiración por el realismo emanante, no es sino una muerte embellecida, un maquillaje de lo que ya no es, un apunte que se pretende para retener la vida anterior en la memoria y crear la falsa expectativa de que todo lo existente va a ser eterno. Todo el mundo sabe que lo que exhiben los bodegones se corrompería en la vida ordinaria y, para generar la ilusión contraria, los artistas barrocos vinculaban la exuberancia de formas, el detalle y matiz de los colores, las sombras y las luces adecuadas, para que el ojo del espectador conserve la satisfacción de una vida sin tiempo. Cierto que llegó un día en que pudimos decir, al estilo del pintor surrealista, esto no es una verdura, no es una caza, no es una sandía, etcétera. Pero, ¿y si de pronto aparece un deconstructor del bodegón tradicional, un transgresor de los sentidos? ¿Y si llegan a aunarse los objetos del bodegón tradicional, muertos y consumidos, con la presencia de seres vivos que además muestran una mezcla de lujuria y gula con un afán satírico envidiable? ¿Cómo llamar a ese tipo de nuevas creaciones donde la naturaleza muerta es secundaria y es desbordada por la alegría de los cuerpos, las intenciones, las risas y el erotismo desvelado?"

Me ha fascinado el libro Bodegones, bellamente editado por Nuevo cielo, vieja tierra, ediciones, en traducción de Irina Ulianova  




(Imagen de Monica Cook)