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"...Yo solía ver cada día aquella estampa de un viejo calendario en la pared de la cocina. El fogón crepitaba y a la luz de los rescoldos los efectos de la lámina se pronunciaban hasta alterar las caracterizaciones de los personajes. Según la intensidad de la lumbre el rostro melancólico del monje perdía su tristeza y la cara compungida de la beata se transformaba en un haz de luz que la transportaba. Cuando mi padre se había quedado dormido sobre la mesa, harto de aquel tinto peleón de la última cosecha, y mi madre, algo amodorrada también, se ocupaba con escaso garbo de los últimos quehaceres domésticos de la jornada yo permanecía absorto en la imagen. Envidiaba principalmente la variedad de fruta, algo no siempre conocido en la modesta pitanza de mi familia. Imaginaba que la copa de moscatel se me ofrecía y la cataba como cuando haciendo de monaguillo probábamos a hurtadillas el vino del cura. Más allá de aquel mantel blanco, las imágenes se me revelaban misteriosas. Que los rostros mutasen me resultaba cosa de brujas, pero que me pareciera advertir que las manos del clérigo y de la mujer gesticulaban inducían en mí una desazón a la que no lograba acostumbrarme. Una noche apareció por casa mi hermano mayor y me pilló abstraído frente a la hoja del calendario. Ah, pillo, me dijo, no le quitas ojo, ¿eh? Solo acerté a responderle: son las uvas, esa fruta y la comida que tiene que haber en la parte del mantel que no se ve. Él rió, y echó un pulso a mi inocencia: Siempre lo que más nos atrae es lo que no se ve, por eso conviene catar primero, así sabemos no solo si está en su punto el fruto sino si se conserva nuestro apetito. Yo no entendí aquello sino al pie de la letra. Después de tantos años no tengo delante la vieja lámina. Pero soy capaz de describirla palmo a palmo, aunque ahora falten las luces del fogón."
Fragmento de La tentación frutal, de Capernius Gotenberg hijo, basada en el cuadro El monje y la beata, del pintor Cornelis Cornelisz van Harlem.